Cómo hemos cambiado

Recuerdo perfecto el “Mamá puedo salir un ratito”, así de sencillo era salir de casa. Corríamos a la calle, al parque o a donde fuera que nos pareciera divertido. Todos los amigos juntos, una banda de niños traviesos sin papás que nos supervisaran cada cinco segundos si estábamos completos o peor aún si alguien nos había robado.

Eso no pasaba o si pasaba, no nos pasaba a nosotros; a los de mi cuadra. No sólo era ir al parque, era ser libres para hacer y deshacer, éramos seres libres y tomábamos decisiones de grandes. Nos poníamos los patines, tomábamos las bicicletas o corríamos como locos.

Jugábamos carreras, “Stop” (confieso que era mi juego preferido) y la frase: “Declaro la guerra en contra de mi peor enemigo que es..”, jugábamos a “La traes”, a “Los encantados” y muchos juegos más que los niños de ahora no pueden disfrutar.

No son sólo eran los juegos, era la libertad, era ser autónomos, ser independientes. Nos salíamos los tres juntos –mis hermanos y yo- cuando sólo teníamos nueve, siete y cuatro años a pasear, a pesar de que temíamos por esas historias de “robachicos” que nos contaban los amigos. Salíamos porque teníamos la certeza de que vivíamos en una ciudad segura, en un país seguro.

Aunque debo confesar que si veía muy sospechosos a muchos carros que pasaban o adultos que caminaban por la calle, claramente estaba sugestionada por las historias. No niego que me pasaron cosas extrañas, pero nada que me dejara traumas irreparables.

Una día al salir de la escuela para ir a casa me topé con un tipo que se atrevió a mostrarme su “paquete”. Por supuesto me asusté y salí corriendo, sin embargo rápidamente lo olvidé. No eran cosas para una niña pero eran cosas que en dos segundos superábamos y quedaban en el pasado como una anécdota más.

También pasaban accidentes, desde caídas, clavos enterrados en el pie, hasta pleitos entre amigas –si, una vez me peleé a golpes con una prima, cosa que se resolvió más rápido de lo que tardamos en llegar a la casa con el chisme-. En otra ocasión cortando tubos para jugar con burbujas de jabón, me clavaron un cuchillo en el cachete. Dolió, lloré y fui con mamá a que me curara.

Pasaba de todo pero siempre llegábamos a casa a tiempo para ser rescatados, curados o apapachados por los papás. Así de pequeños eramos y teníamos criterio para resolver, sentido común para pedir auxilio, valentía para aguantar los golpes. Aprendíamos mucho y todo era una enseñanza.

Yo me pregunto; como serán las próximas generaciones si no han vivido esa independencia, si no los dejamos resolver problemas, si estamos pendientes de cada movimiento que hacen. Cómo serán si se sienten inseguros al salir a la calle, mejor dicho si no pueden salir a la calle solos porque la calle es un peligro. Si viven presos en sus hogares, atados a sus televisores, a sus aparatos electrónicos. Si no conocen los parque, por qué ni siquiera pueden correr en los parques libremente.

Yo todavía voy al parque, pero como cuando era pequeña: con miedo. Tengo miedo de todas las personas que están ahí. Me siento insegura, temerosa, empiezo a perder la confianza en los demás. Extraño aquellas idas al parque ¡Carajo!.

Como quisiera esa libertad para mis hijos. Me he puesto triste recordando mi infancia, no porque no fuera bonita sino porque es algo que mis hijos nunca vivirán.

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